“El delito de callar” la otra cara de la corrupción en Costa Rica
En Costa Rica, muchos de los delitos más graves no solo se cometen por acción directa, sino también por omisión. La cultura del silencio, el encubrimiento pasivo y la complicidad disfrazada de indiferencia están alimentando una creciente impunidad. No se trata solo de quienes ejecutan actos ilícitos, sino también de aquellos que, por decisión o negligencia, optan por no denunciar lo que ven.
Los funcionarios públicos, los jerarcas institucionales, los supervisores y hasta compañeros de trabajo están, legal y éticamente, obligados a actuar cuando conocen de irregularidades. Pero la realidad es otra: la mayoría prefiere mirar hacia otro lado, temiendo represalias o, peor aún, por conveniencia política o económica.
En el derecho, existen dos principios claros: la responsabilidad in vigilando (por no vigilar) y la responsabilidad in eligendo (por elegir mal). Si un superior jerárquico permite que un subalterno corrupto opere sin consecuencias, o si selecciona a sabiendas a una persona con antecedentes cuestionables, también es responsable del daño que este cause. Sin embargo, en Costa Rica, estos principios rara vez se aplican con el rigor que deberían.
Esta omisión también es un delito. El que calla, cuando tiene la obligación de hablar, no es inocente. El que no actúa, teniendo la responsabilidad de hacerlo, es cómplice. La impunidad no nace sola: es parida por la cobardía, la indiferencia y la complicidad de quienes tienen poder para detenerla y no lo hacen.
Costa Rica no puede seguir tolerando que se premie al silencioso y se castigue al denunciante. Urge una revisión profunda del rol de la omisión en los delitos institucionales, y una aplicación estricta de las responsabilidades por vigilancia y elección. Porque mientras sigamos ignorando al cómplice pasivo, el crimen continuará operando con tranquilidad desde dentro del sistema.