La tutela disfrazada de protección amenaza la libertad ciudadana

Opinión: La historia política demuestra que la opresión no siempre llega con uniformes ni marchas militares. Las dictaduras modernas no necesitan declarar el estado de sitio ni cerrar los periódicos. Les basta con convencer al ciudadano de que su libertad es un riesgo y su obediencia, una virtud. La imposición ya no se ejerce por la fuerza, sino mediante estructuras legales y económicas que desvían la soberanía del individuo hacia el aparato estatal o hacia conglomerados financieros asociados a él. La tutela del pensamiento y la administración de los bienes personales se funden así en un modelo de control silencioso, pero eficaz.

En su concepción original, la democracia moderna se sostiene sobre tres libertades esenciales: pensar, decidir y disponer de los frutos del propio trabajo. Sin embargo, en nombre de la seguridad o del bienestar colectivo, esos tres pilares han sido gradualmente subordinados a una red de decisiones tomadas por funcionarios o entidades que no rinden cuentas al ciudadano común. En este escenario, el discurso de la protección social puede convertirse en un instrumento de sometimiento. Se gobierna no con coerción, sino con paternalismo; no con censura, sino con tutela.

En Costa Rica, el Régimen Obligatorio de Pensiones Complementarias (ROP) representa uno de los ejemplos más claros de esa nueva forma de control. Bajo el argumento de garantizar un retiro digno, el Estado obliga a todo trabajador a destinar una parte de su salario a un sistema administrado por operadoras privadas y fiscalizado por el Consejo Nacional de Supervisión del Sistema Financiero (CONASSIF) y la Superintendencia de Pensiones (SUPEN). El ciudadano no puede decidir si desea participar, cómo invertir sus fondos ni cuándo disponer de ellos. La obligatoriedad está impuesta por ley, no por consentimiento informado, y las ganancias generadas por el sistema circulan dentro del sector financiero nacional, alimentando una estructura que ha mostrado, a lo largo de décadas, fragilidad y exposición a prácticas cuestionables.

El artículo 73 de la Constitución Política de Costa Rica establece con claridad que “Los seguros sociales serán obligatorios y estarán a cargo de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS)”. Este principio tiene una lógica institucional: la CCSS fue creada para administrar con carácter público y sin fines de lucro los recursos destinados al bienestar colectivo. Sin embargo, el ROP, siendo un régimen obligatorio que gestiona dinero para la vejez —una forma de seguro social encubierto— se encuentra fuera de la CCSS y bajo la administración de entidades privadas o semiprivadas que responden, en última instancia, a intereses financieros. Esa contradicción constitucional revela un desplazamiento del control social hacia un modelo en el que el ciudadano se convierte en sujeto económico de políticas impuestas, sin posibilidad real de objeción o retiro.

El trasfondo histórico refuerza la preocupación. En las últimas décadas, el sistema bancario costarricense ha enfrentado episodios que dejaron huellas profundas en la memoria institucional. El Banco Anglo Costarricense, símbolo de la banca estatal, fue cerrado en 1994 tras detectarse créditos irregulares y pérdidas superiores a los ₡30.000 millones de la época. El Banco Crédito Agrícola de Cartago (Bancrédito) fue liquidado en 2017, luego de años de deterioro financiero y préstamos concedidos sin respaldo adecuado, acumulando pérdidas que afectaron directamente al erario público. Y casos como el escándalo Yamber, donde se otorgaron créditos a empresas insolventes, evidenciaron la permeabilidad del sistema bancario a intereses privados y políticos.

Estos antecedentes revelan un patrón: el sistema financiero nacional, lejos de fortalecerse con las lecciones del pasado, ha mantenido dinámicas que facilitan la concentración del dinero público en manos de pocos. La existencia del ROP —y su carácter obligatorio— garantiza un flujo constante de recursos hacia el circuito bancario, lo que en la práctica representa una inyección forzosa de liquidez para las entidades financieras. El ciudadano, bajo la promesa de un futuro seguro, se convierte en el motor involuntario de un sistema donde los beneficios inmediatos recaen en el sector que administra los fondos y no necesariamente en los futuros pensionados.

El argumento de previsión social pierde fuerza cuando se confronta con la realidad de la gestión pública. Si el Estado no ha sido capaz de proteger los recursos de instituciones como el Anglo o Bancrédito, ¿qué garantías ofrece de que los fondos del ROP no terminen repitiendo el mismo ciclo de préstamos dudosos, favores políticos o maniobras contables? El riesgo no es meramente económico: es estructural. La obligatoriedad del sistema sin control ciudadano efectivo convierte un derecho en imposición y una previsión en servidumbre económica.

Desde una lectura filosófica y moral, este fenómeno encaja en lo que podríamos llamar la esclavitud consentida del siglo XXI: una forma de sumisión en la que el individuo entrega voluntariamente su libertad bajo el convencimiento de que así estará protegido. La Biblia lo advertía en términos simbólicos: “Entrad por la puerta angosta” (Mateo 7:13-14), exhortando al discernimiento frente a la comodidad del camino amplio, ese que conduce a la pérdida de la voluntad y del juicio crítico. En Romanos 6 se recuerda que “sois esclavos de aquel a quien obedecéis”, lo que equivale a decir que toda dependencia no examinada conduce al sometimiento, aun cuando se presente bajo apariencia de orden y seguridad.

Las democracias modernas corren el riesgo de convertirse en administraciones de obediencia, donde el ciudadano deja de ser soberano para transformarse en contribuyente cautivo. Cada nueva norma que limita su decisión individual en nombre del bien común refuerza un modelo de tutela similar al de los regímenes autoritarios, aunque disfrazado de eficiencia y planificación. El control no se impone con fusiles, sino con decretos; no se exige mediante la fuerza, sino con incentivos y promesas. La libertad se diluye cuando el Estado asume el papel de tutor perpetuo, y el ciudadano renuncia a su derecho de decir “no”.

La diferencia entre una democracia viva y una dictadura moderna no está en las elecciones, sino en la capacidad de disentir sin ser penalizado económica o socialmente. La vigilancia digital, la concentración financiera y la imposición de sistemas obligatorios son piezas de un mismo engranaje: el control del individuo por vías legales, no violentas, pero igualmente absolutas. Costa Rica, por su tradición institucional, debería ser ejemplo de libertad y responsabilidad ciudadana, no laboratorio de control financiero obligatorio.

Defender la libertad de pensamiento y de decisión no es oponerse al Estado, sino recordarle su límite. Cuando la protección se convierte en imposición, y la previsión en obligación, la democracia pierde sustancia. La puerta angosta de la que hablaba el Evangelio no es religiosa: es cívica. Es la conciencia de cada ciudadano que elige pensar, cuestionar y decidir, aun cuando el camino sea más difícil. En tiempos donde el control se disfraza de bienestar, esa elección —y no la obediencia— es el verdadero acto de libertad.

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