La confianza pública y la paradoja de la tecnología electoral en manos del poder

Los países de la región observan con preocupación que, cada vez más, los procesos electorales se apoyan en sistemas tecnológicos cuya integridad depende por completo de quienes los controlan. Esa dependencia crea una paradoja que pocas veces se discute con franqueza: no existe tecnología capaz de garantizar imparcialidad si un gobierno concentra autoridad suficiente para manipular, presionar o dirigir a quienes la administran.

La discusión no es técnica, sino estructural. La neutralidad tecnológica es un concepto limitado porque todo sistema —por sofisticado que sea— requiere operadores humanos. Y los operadores, ante un régimen autoritario o un liderazgo con intenciones hegemónicas, pueden ser removidos, coaccionados, subordinados o reemplazados por personas dispuestas a obedecer. Por esa razón, la promesa de que la tecnología “asegura” la transparencia electoral es, en el mejor de los casos, incompleta.

Cuando un país delega funciones críticas en plataformas digitales, suele confiar en la idea de que los sistemas están protegidos por protocolos, auditorías o controles técnicos. Pero estos mecanismos solo funcionan cuando existe independencia institucional. Si un gobernante adquiere poder suficiente para intervenir las instituciones, la tecnología deja de ser una herramienta de garantía y pasa a ser una herramienta de control, porque los mismos sistemas que deben proteger la integridad del voto pueden ser administrados por personas bajo la autoridad del poder político.

El crimen organizado y los proyectos autoritarios comparten un punto en común: ambos entienden que la tecnología vulnerable se convierte en un recurso estratégico cuando quienes la operan responden a intereses particulares y no al Estado de derecho. Y esa vulnerabilidad no depende del software, sino del contexto. Un sistema impecable en condiciones democráticas puede ser peligroso en un escenario donde los operadores ya no son independientes.

El resultado es un espejismo de confianza pública. La ciudadanía recibe el mensaje de que la tecnología garantiza lo que, en realidad, solo puede garantizar la independencia de quienes la supervisan. Cuando esa independencia se pierde, ningún algoritmo, ningún centro de datos y ninguna plataforma puede proteger la voluntad popular.

Por ello, el debate central no es si la tecnología es avanzada, rápida o moderna. El debate es si la estructura política puede resistir presiones cuando llega al poder alguien dispuesto a utilizar esos mismos sistemas para consolidarse. En tales circunstancias, la tecnología no falla por sí misma; falla porque depende de personas que pueden ser manipuladas.

Las democracias no pueden sostener su credibilidad en herramientas que requieren una neutralidad humana que no siempre existe. La única garantía real proviene de instituciones fuertes, no de dispositivos. La región debe reconocer que confiar ciegamente en sistemas administrados por operadores vulnerables al poder político es conceder más control del que una democracia puede permitirse entregar.

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