El circo político costarricense: si todos acusan, ¿por qué nadie activa los mecanismos internacionales?

Costa Rica, históricamente reconocida por su estabilidad democrática, enfrenta hoy una crisis institucional sin precedentes. Los tres poderes del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— se acusan mutuamente de corrupción y vínculos con el crimen organizado, pero ninguno actúa con la contundencia que la ciudadanía exige. Nadie activa los mecanismos internacionales disponibles para investigar la posible infiltración criminal en el aparato estatal. Nadie se responsabiliza.

El presidente ha encabezado marchas contra el Ministerio Público, acusando bloqueos por razones políticas. Estas acciones han sido señaladas como ataques a la independencia judicial, lo que erosiona la confianza en las instituciones y pone en riesgo la estabilidad del sistema democrático.

Mientras tanto, la Asamblea Legislativa ha aprobado leyes que lucen bien en el papel, como las que protegen a denunciantes de corrupción, pero no ha avanzado en leyes que castiguen directamente a funcionarios públicos que se han corrompido. La impunidad sigue siendo la norma.

El Poder Judicial ha mostrado algunos avances en reducción de atrasos y mejoras tecnológicas, incluso ha recibido reconocimientos internacionales. Pero eso no se traduce en acciones claras y prontas frente a los grandes casos de corrupción o infiltración criminal. El pueblo sigue esperando justicia.

Ningún poder del Estado ha acudido a la OEA, la CIDH, la ONU ni ningún organismo internacional para solicitar investigaciones o asistencia técnica. Si el problema es tan grave como afirman, ¿por qué nadie busca ayuda externa?

La violencia y la inseguridad aumentan, alimentadas por el narcotráfico. El gobierno ha mirado hacia el modelo salvadoreño, con medidas que rozan el autoritarismo, e incluso ha rendido honores diplomáticos al presidente Nayib Bukele. Esto envía un mensaje peligroso: que la solución está en la represión, no en el fortalecimiento institucional.

El Ejecutivo promueve discursos que dividen al pueblo, enfrentando a pobres contra pobres, mientras los verdaderos responsables siguen en la sombra.

En lugar de unidad institucional para enfrentar al crimen organizado, se ofrece espectáculo político. Las tensiones entre poderes se usan como distracción. La agenda internacional —incluyendo contratos con farmacéuticas, leyes vía ONG y la aplicación encubierta de la Agenda 2030— avanza sin debate ciudadano. Se gestiona en silencio, mientras los medios de comunicación se centran en los pleitos entre jerarcas.

Ante este panorama, se acercan nuevas elecciones y todos los candidatos se presentan como salvadores. Todos prometen el cambio, pero ninguno propone mecanismos reales de control ciudadano ni juicios populares para políticos que han traicionado al país. Nadie se atreve a activar los canales internacionales para investigar el posible ingreso del narcotráfico a las estructuras del Estado. ¿Será que al hacerlo afectan a un aliado? ¿A una disidencia controlada? ¿A una red que opera por encima de partidos?.

En este escenario, las próximas elecciones no prometen un cambio real.

Todo apunta a un teatro político montado para mantener al pueblo entretenido mientras se toman decisiones que benefician a unos pocos. Pasamos del bipartidismo al tripartidismo, pero con la misma receta: mantener el poder, consolidar contratos bajo leyes disfrazadas, permitir negocios con farmacéuticas a través de ONG, y avanzar sigilosamente en una agenda internacional que no ha sido debatida por el pueblo.

Costa Rica parece atrapada en un teatro político donde todos actúan, pero nadie se atreve a desmontar el escenario. Y en medio del show, el país puede estar siendo saqueado. La deuda crece, los contratos se ocultan, y los destinos finales del dinero público siguen sin esclarecerse. ¿Está parte de esa deuda financiando intereses en paraísos fiscales? Nadie lo investiga. Nadie quiere saber.

El pueblo costarricense debe despertar. Si no asumimos la responsabilidad de exigir transparencia, justicia y rendición de cuentas, pronto podríamos dejar de hablar de democracia y comenzar a vivir una dictadura disfrazada de institucionalidad.

“Ya no está claro si vivimos en una democracia o en un Estado fallido.”

Imágen con fines ilustrativos.