Me pasó algo que me habían descrito algunos padres que no pueden ver a sus hijos ni tener una interrelación familiar con sus pequeños.
Estaba en un pueblo bellísimo y alejado.
Me encontraba grabando videos de dos templos, ubicados uno al lado del otro.
En la esquina, hay una pulpería. Afuera del negocito, en un coche vi a una niña idéntica a Almudena, mi hija más pequeña, quien tiene un año y ocho meses.
No la veo desde hace seis meses por la cultura de revancha y chantaje, que convierte a los niños en objetos, como si fueran propiedad de su mamá, que los hace rehenes, como si fueran trofeos y premios de cacería, como si fueran cosas que le pertenecen y no seres humanos. A eso se le suma un Poder Judicial lento y un PANI que no es abogado del niño y de la niña, si no que es una institución burocrática, que se enreda en sus propios mecates.
Vuelvo a mi historia. Una niña idéntica a Almudena estaba frente a una pulpería, a un costado de los dos templos.
Pensé, sobresaltado, «¿es Almudena?» No veía a los otros dos chiquitos.
Me debatía. «¿Es o no es Almudena?»
Entré y salí del templo antiguo cuatro o cinco veces.
Me le iba acercando. Pero no hubo reacción.
Le dije, con la voz y el corazón en alto, «Al-mu-de-na».
No era. Una niña parecida, pero no era mi chiquita más chiquita.
Me metí al templo antiguo. Me puse a llorar. Me quedé ahí una hora. Me tendí en el piso de madera. Lloré hasta que me dolieron los ojos.
Cuando salí y me dirigí a mi vehículo, venía pasando la mamá con la chiquita y dos hermanos mayores.
La vi de cerca. Es muy parecida a mi Almudena.
Le dije a la mamá que esa niña es muy parecida a mi hija menor. Le pregunté por su nombre. Se llama Sara.
Sara. Como mi mamá.
Tienen razón los papás que me contaron algo así
La anécdota duele.
Fue poco. Pero también fue mucho. Fue todo.
Camilo Rodríguez Chaverri