Del voto al soborno la captura del poder por el narcotráfico en América Latina
Opinión: El financiamiento del narcotráfico ha dejado de ser un fenómeno marginal para convertirse en una de las fuerzas más determinantes de la política latinoamericana. Lo que antes se consideraba un riesgo periférico vinculado a zonas de cultivo o corredores de tráfico hoy se ha infiltrado en los partidos, en los parlamentos, en las campañas y hasta en los discursos oficiales. El dinero sucio, que no conoce ideologías, encuentra en la debilidad institucional un terreno fértil para comprar lealtades y moldear el rumbo de las democracias. Desde México hasta Argentina, pasando por Centroamérica y los Andes, la sombra del crimen organizado se extiende con una capacidad corrosiva que pone de rodillas al Estado de Derecho.
Diversos estudios de la Universidad de Salamanca, la CEPAL y el Banco Interamericano de Desarrollo han advertido que el narcotráfico mueve más de 100 mil millones de dólares anuales en la región, gran parte de los cuales se canaliza en sobornos, campañas y contratos públicos. Informes del Instituto Interamericano de Derechos Humanos y de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito coinciden en que la política latinoamericana se ha vuelto especialmente vulnerable debido a tres factores: la impunidad, la financiación opaca de partidos y la dependencia económica de sectores ligados al crimen. Lo más alarmante es que esta relación ya no se limita a la corrupción clásica, sino que configura una captura del poder por parte de intereses ilícitos con capacidad de influir en decisiones estatales, nombramientos judiciales y políticas de seguridad.

El fenómeno no distingue banderas. En Colombia, las confesiones de exparamilitares y exguerrilleros revelaron que las rutas del narcotráfico eran también rutas políticas, donde alcaldes, diputados y candidatos pactaban protección o recursos. En México, múltiples investigaciones académicas y judiciales han documentado el financiamiento del crimen organizado a campañas locales y nacionales, generando una red de complicidades que ha costado cientos de vidas de periodistas y funcionarios honestos. En Centroamérica, particularmente en Honduras y Guatemala, las estructuras del narco han penetrado las instituciones policiales, los tribunales y hasta las cortes constitucionales, volviendo ilusorio el concepto de independencia de poderes.
El cambio ideológico en el continente, del péndulo de la derecha a la izquierda y viceversa, no ha frenado este proceso. La llamada “segunda ola rosa” trajo consigo discursos de justicia social y soberanía, pero el financiamiento oscuro sigue fluyendo con la misma intensidad, ahora disfrazado de aportes solidarios, cooperativas o movimientos sociales. El narcotráfico, pragmático por naturaleza, se adapta a cualquier ideología que le permita mantener corredores logísticos, protección política y control territorial. Los analistas de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Wilson Center han destacado que el crimen organizado ha aprendido a operar como un actor político: infiltra, financia, influye, legisla por terceros. Su objetivo no es tomar el poder, sino domesticarlo.
El mayor daño no proviene solo de los sobornos, sino del silencio. Cuando universidades, colegios profesionales, organizaciones cívicas y medios de comunicación reducen su voz crítica, por temor o conveniencia, se consuma el verdadero triunfo del dinero ilícito. Cada académico que evita un pronunciamiento, cada legislador que calla un escándalo, cada fiscal que posterga una investigación se convierte, consciente o no, en parte del engranaje que debilita los contrapesos. El conflicto de intereses ya no es teórico: es moral. Y la traición no consiste en recibir un maletín, sino en mirar hacia otro lado cuando la democracia se desangra.
La captura del poder por el narcotráfico no se sostiene solo con violencia. Se sostiene con legitimidad comprada, con medios de comunicación cooptados, con campañas millonarias que transforman el voto ciudadano en un acto de sumisión. Los electores eligen rostros, pero detrás de muchos de ellos hay cuentas financiadas por dinero que proviene de la coca, el oro ilegal o el contrabando. Esa contaminación económica genera una representación adulterada, una democracia formal pero sin contenido. Y lo más grave: destruye la confianza pública, el último muro que separa la ley del caos.
La región está en un punto de inflexión. La salida no es ideológica sino ética. Fortalecer los sistemas de control financiero, exigir transparencia en los partidos, proteger a periodistas y auditores, y reconstruir la independencia del poder judicial no son reformas menores, son condiciones de supervivencia. Mientras los gobiernos se distraen en disputas partidarias, el crimen organizado continúa avanzando sin resistencia, comprando funcionarios, blindando leyes y cultivando miedo.
Del voto al soborno, América Latina ha transitado un camino peligroso. Si la ciudadanía no recupera la capacidad de indignarse, si los profesionales, académicos y medios no retoman su papel como guardianes del interés público, el continente corre el riesgo de convertirse en una democracia de fachada, sostenida por los mismos intereses que juran combatir. La libertad no se pierde en un golpe de Estado, se pierde cuando el dinero del crimen dicta la agenda y nadie se atreve a decir que la patria está en venta.
La salida no vendrá de quienes han hecho del poder un negocio, sino de una ciudadanía que decida recuperar el valor de lo público. Si el narcotráfico y la corrupción se alimentan del dinero que compra silencios, la democracia necesita del dinero que respalda voces limpias. Es hora de que el pueblo deje de ser espectador y se convierta en sostén de los medios, organizaciones y movimientos que todavía se atreven a hacer las cosas bien. Ningún periodista independiente, académico honesto o activista íntegro puede resistir indefinidamente sin el apoyo económico y moral de una sociedad que crea en ellos. Financiar la verdad, la investigación y la decencia no es un gesto caritativo, es un acto político. El futuro del continente no depende de discursos ideológicos, sino de la decisión colectiva de mantener vivos los espacios donde la conciencia no está en venta.
Opinión de Gerardo Ledezma.

